30 de abril de 2012

Mujeres en la Prehistoria: mitos, estereotipos y roles de género






La serie de dibujos animados "La familia Picapiedra", está basada en la idea de que la desigualdad de nuestra sociedad es universal y eterna, es decir, que las jerarquías y las divisiones existen desde el principio de los tiempos. Por eso pensamos y representamos a nuestros antepasados aplicando los esquemas de nuestra cultura: las mujeres limpiaban la cueva y cocinaban en ella, muy felices, y los hombres salían a buscar alimentos, arrastraban a sus mujeres de los pelos y las defendían de otros ataques, siendo los responsables de la seguridad del poblado. 

Esta visión estereotipada de la Prehistoria es el resultado de nuestra mirada patriarcal sobre el pasado, porque suponemos que la dependencia emocional femenina es "natural", que nuestra forma de organizarnos ha sido siempre la misma, y que la pareja es la base fundamental de todas las comunidades humanas. Sin embargo, los estudios antropológicos con enfoque de género han dado al traste con esta visión estereotipada de los inicios de la Humanidad.

Leyendo los estudios en torno a la materia, es imposible imaginar que una mujer prehistórica pudiese estar encerrada en la cueva por voluntad propia esperando a su compañero, y suspirando por tenerle cerca. Cabe suponer que las relaciones amorosas de entonces eran más libres e igualitarias porque no estaban marcadas por la necesidad de las mujeres de tener a un hombre proveedor de recursos. 



En primer lugar porque la estructura socioeconómica no estaba basada en la pareja, sino en el clan. Pertenecer a un clan suponía la única forma de supervivencia para los humanos, que lograron salir adelante gracias a la cooperación y la ayuda mutua. Las mujeres no necesitaban tener una pareja estable para tener hijos, primero porque no sé sabía de la participación masculina en la concepción, segundo porque las mujeres también cazaban y participaban de las mismas actividades que los hombres gracias a que en el poblado todos los adultos y adultas vigilaban y cuidaban a los niños, los propios y los ajenos. 
La división patriarcal de los roles vino años después, cuando las diosas femeninas de la fertilidad fueron sustituidas por los dioses de la guerra. 


Las teorías feministas denunciaron desde los años 60 y 70 el sesgo androcéntrico de los estudios antropológicos tradicionales. La mayoría de estos se basaban en la caza como actividad básica para la supervivencia humana y para el desarrollo de la inteligencia, la comunicación, el bipedismo y el arte humano. Además, se consideraba una actividad propia de los varones, gracias a la cual "nos desarrollamos como especie". 

En la actualidad, sin embargo, la mayoría de los antropólogos y antropólogas considera que la caza no fue el único ni el principal motor de la evolución humana. En principio, no existen razones para pensar que las mujeres no colaboraron en la caza en las primeras sociedades prehistóricas. 

De hecho, existen diferentes manifestaciones plásticas de muchos lugares distintos que confirman que las mujeres cazaban en la Prehistoria; algunos ejemplos puestos por Martín Casares son las pinturas de "escenas de caza" prehistóricas: cazadoras capsienses de África del sur de Damaraland y de Bramberg / Brandbers pintadas hace más de 6.000 años, o las de la costa levantina española, datadas alrededor del año 5000 a.d.C. 

También la participación de las mujeres en la caza menor está documentada etnográficamente en diversas sociedades de cazadores-recolectores, como los agta-negrito de Filipinas (Estioko-Griffin, 1986).








En 1977, Linton expresó su desacuerdo con el modelo del hombre cazador-proveedor insistiendo en que existen pocos datos y muchas especulaciones en el estudio de la evolución humana respecto a las teorías del papel de la caza como actividad exclusivamente masculina y creadora de la cultura: “Es sesgado, y totalmente irracional, creer en un primer o rápido desarrollo de un modelo en el cual un macho es responsable de “sus” hembras e hijos”. 

Para Linton, la relación entre la madre y sus hijos e hijas era la célula social más importante. Pensaba que, siendo la recolección la base de la alimentación de los primates, la alimentación vegetariana tuvo que preceder a la caza.  

Lichardus, por su parte, afirma que los más arcaicos grupos humanos se alimentaban de manera muy variada y no eran tan dependientes de la carne: "... la alimentación cárnica no pudo desempeñar un papel tan importante como a veces se pretende." (Lichardus, 1987). Los hombres cazan y a veces vuelven con carne de animales grandes; éste es un alimento muy apreciado, pero “no constituye más que una tercera parte del total del consumo de calorías." (Nathan, 1987). 

Además se ha demostrado que la dentición de los homínidos ancestrales -como la nuestra- es más apropiada para moler y no para punzar, desgarrar o mascar carne (Harris, 1979). Citados en  Martín-Cano Abreu, F. B. (2001).


También Martin y Voorhies (1975) creen que el porcentaje mayor de la dieta en las sociedades prehistóricas procedía de la recolección, como ocurre en las sociedades contemporáneas de cazadores-recolectores. Los datos etnográficos han revelado que los trabajos de recolección de las sociedades prehistóricas actuales los realizan fundamentalmente las mujeres, por lo que su trabajo resulta básico para la supervivencia del grupo. Además, muchos autores defienden que la recolección es una actividad cotidiana, mucho más regular y segura que la caza, “que es impredecible y esporádica” (Comas, 1995).

Para los científicos y científicas que exploran en el área de los estudios evolutivos sobre el desarrollo del género Homo y la especie sapiens, es indudable que la característica que nos hace humanos es nuestro cerebro: una poderosa estructura de gran complejidad y de un tamaño desmesurado en proporción al cuerpo que lo sustenta. Los más recientes avances de la Ciencia sugieren que todos los grandes hitos evolutivos, los cambios cruciales que permitieron ese salto gigantesco desde un cerebro de 400 centímetros cúbicos hasta otro de 1.300 centímetros cúbicos, con todo lo positivo y lo negativo que esto conlleva, tuvieron lugar sobre el organismo de la hembra de la especie, y sobre todo, en relación con la evolución de su cadera, pues el aumento del volumen cerebral se acompañó del aumento del cráneo que lo alberga, y del ensanchamiento del canal del parto:

Según José Luis Campillo Álvarez (2005), “de nada hubieran servido las prodigiosas contribuciones morfológicas, neuroendocrinas y metabólicas que lograron construir a lo largo de millones de años de evolución nuestro gran cerebro si, paralelamente, no hubiera evolucionado una cadera capaz de parir el enorme cráneo que lo contiene”.

Un ser con un cerebro a medio desarrollar tarda tiempo en ser autónomo y valerse por 
sí mismo, por lo tanto necesita unos cuidados especiales y una atención constante durante varios años. Esto provocó que todas nuestras fases vitales, incluidas la infancia y la juventud, fueran más largas en nuestra especie que en el resto de primates. 

Nuestros niños y niñas permanecen infantiles durante más tiempo que sus “primos peludos”, por eso las madres y padres humanos deben emplear mucho tiempo y gastar gran cantidad de energía en sacar adelante a sus crías.



La evolución humana supuso periodos más largos de embarazo, mayores dificultades en el parto y la dilatación del periodo de dependencia de los niños y las niñas. Estos cambios requirieron mayor capacidad de organización social y comunicación, lo que influyó en la evolución del tamaño del cerebro y en el surgimiento del lenguaje. Se cree que su origen pudo deberse a la necesidad de comunicar la localización e identificación de zonas productoras de plantas, bayas y frutos comestibles, así como las variedades de cada temporada.

Además, los estudios antropológicos con perspectiva de género han entendido que los primeros instrumentos utilizados por los humanos no tendrían por qué haber sido armas para la caza sino recipientes para la recolección y almacenamiento de alimento, y útiles para cuidar y transportar a las crías, lo cual habría facilitado la eficacia de la recolección y acumulación de víveres.




En el plano sexual, también se ha desmitificado la supuesta dominación brutal de los varones; tanto Linton como Slocum (1975), observaron que la hembra inicia las relaciones sexuales en la mayoría de los grupos de primates. Ambas antropólogas defienden que se ha exagerado la competencia por las hembras y que en realidad, ellas son las que deciden con quién se emparejan

Por su parte, Francisca Martin-Cano Abreu (2001), defiende la idea de que tanto en las familias paleolíticas como en las neolíticas la mujer gozaba de un gran poder social y económico, dado que era la que aportaba los dos tercios de las calorías necesarias para la supervivencia del grupo. Tenía autonomía para moverse e ir a cazar o recolectar, y su doble aportación económica y reproductiva le permitía tener poder político y religioso. 

Los descubrimientos realizados por Goodall, Galdikas, Fossey, Strum, Thompson-Handler en diferentes especies, señalan, en contra de las creencias estereotipadas, que las hembras tienen un importante papel en las sociedades y que participan de la caza en grupo (técnica tradicional compartida por los primeros humanos). Además, son las hembras madres las que enseñan a sus descendientes con su ejemplo: el conocimiento necesario para la supervivencia y qué comida comer, cómo recoger los alimentos adecuados y el arte de la caza.

Gracias a estos nuevos aportes con  enfoque de género de la antropología y otras ciencias sociales, hoy es fácil suponer que las mujeres prehistóricas no dependían de su pareja, dado que la estructura social en la que vivían era el clan, en el que niños y niñas eran criados por la comunidad en conjunto. Eran muchos los ojos que custodiaban y ayudaban a la supervivencia de los seres más vulnerables del clan, y es fácil suponer que las mujeres gozaban de libertad de movimientos y que su reclusión en  el espacio doméstico, según Engels, aparecería con la propiedad privada y la transmisión del patrimonio (recursos, animales, mujeres) entre hombres,





Coral Herrera Gómez


 Este artículo ha sido publicado en el libro: 




"Construir conocimiento desde el género. Saldando una deuda histórica con la Academia".

Universidad de Carabobo, Valencia, 

Venezuela, 2012. 

"EL DESPRESTIGIO SOCIAL, SIMBÓLICO E HISTÓRICO DEL TRABAJO FEMENINO", Coral Herrera Gómez






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